...Celebrando el primer feriado de carnaval, después de tantísimos años!UN CORSO A CONTRAMANO
Último sábado de carnaval en Buenos Aires. Movido por la curiosidad, llego hasta el poco promocionado corso de Villa Luro, en el cruce de las Avenidas Juan B Justo y Lope de Vega. Sorprendido ante el escaso público, por un momento pienso que se trata de un multitudinario recital de poesía, pero el sonido de bombos y redoblantes se encarga de desmentir mi audacia.
A ojo de buen cubero, unas doscientas personas rodean un improvisado escenario iluminado con hileras de lamparitas colgantes, algunas de colores. La imagen me recuerda aquel verso de Borges del poema Montevideo: “calles con luz de patio”. O a este otro, de Enrique Cadícamo: "la luz de un fósforo fue”. Si de escasa iluminación se tratara… Pero, claro, no se trata sencillamente de la iluminación de un corso. ¿O sí?
Esta patética postal del carnaval porteño no es obra de la casualidad. Parte de su explicación está en los consecuentes ataques y prohibiciones que vino sufriendo este festejo a lo largo de su historia. Para no ir muy lejos, desde el decreto de prohibición del feriado promulgado por la última dictadura militar argentina, hasta la curiosa desatención de dicho decreto por parte de los sucesivos gobiernos democráticos, pasaron más de treinta años.
Parece existir una seria incompatibilidad entre el discurso festivo, lumínico, del carnaval y el discurso sombrío de las autoridades de turno.
AQUEL DE LA PRONTA FAMA
La historia de nuestra literatura, según la autorizada voz de turno, también se encargó de iluminar algunas zonas, intentando ensombrecer otras.
Es significativo el caso del Fausto, de Estanislao del Campo, que debió soportar los embates de varios próceres de nuestras letras. Este libro, cuya primera versión fue publicada en un periódico de la época “Correo del Domingo” y una semana más tarde en otro, “La Tribuna”, alcanzó su versión definitiva en forma de folleto el 8 de noviembre de 1866. Exactamente un mes después de la primera publicación. El Fausto –también llamado Fausto criollo–, narra el encuentro de dos gauchos, Anastasio el Pollo, conocido personaje de la obra anterior de del Campo, y un tal Laguna. En el vivaz diálogo que se entabla entre ambos, el Pollo relata a Laguna su reciente experiencia como público de una ópera representada en el teatro Colón de Buenos Aires.
La mencionada ópera Fausto, del francés Gounod, basada en la obra homónima de Goethe, recrea, a su vez, una leyenda medieval. Del Campo, entonces, viene a coronar este periplo transitando el difícil pasaje de lo trágico a lo cómico mediante un poema irreverente y paródico. Y es precisamente en este desplazamiento donde afloran ocultos resortes de significación que hacen de este pequeño ejemplar un libro difícil de acomodar en cualquier estante de esa incipiente biblioteca nacional, que ya contaba en su haber con los volúmenes de una romántica generación del `37. Desplazamiento que permite, sobre todo y más allá de las intenciones del autor, una lectura diferente de un acontecimiento cultural de tradición europea. Y por otro lado pone en juego opuestos históricos: campo/ciudad, culto/popular, lo alto / lo bajo, como se dice en el barrio, que en algún punto revelan matices de identificación, desbaratando el supuesto carácter hegemónico de uno sobre otro.
Un dato no menor, que suma a la irreverencia del gesto, es que Estanislao había presenciado la ópera estrenada en Buenos Aires y escribió el poema la misma noche en que regresó del teatro. Las correcciones finales no le llevaron más de cuatro o cinco días.
Curiosa resultó la inmediata repercusión que tuvo el libro. Sus versos fueron adoptados tanto por el público selecto que frecuentaba el teatro, como por los cantores y recitadores de pulpería.
A LOS BIFES CON EL POLLO
El ambiente intelectual tampoco tardó en reaccionar. Y si bien el libro tuvo una favorable recepción ya por parte de José Mármol, Ricardo Gutiérrez o Guido Spano, que interpretaron y celebraron con mayor o menor voluntad el registro paródico, el primero en tirar la piedra fue el mismísimo José Hernández, que en su carta prólogo al Martín Fierro -año 1872- toma distancia de lo que él considera, palabras más palabras menos, una tomadura de pelo a la imagen del gaucho.
La familia es lo primero, habrá pensado su hermano Rafael que, aquejado de daltonismo literario, no supo ver un acierto en el color overo rosao del parejero.
La estrofa de la discordia:
“En un overo rosao
flete nuevo y parejito,
caia al bajo, al trotecito,
y lindamente sentao,
un paisano del Bragao,
de apelativo Laguna:
mozo ginetaso,¡ahijuna!
como creo que no hay otro.
Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.”
No contento con objetar el pelo del animal, por considerarlo un caballo más apropiado para las tareas rurales que para ser montado, también la emprendió con el uso del verbo sofrenar, argumentando que sofrenar un caballo no es propio de jinete criollo sino de gringo rabioso.
Ni lerdo ni perezoso, por seguirle la rima a Hernández, don Leopoldo Lugones, en su empeño por canonizar el Martín Fierro, no tuvo ningún reparo en sumarse a las críticas de Rafael Hernández. Decretando inverosímil, aun en la ficción, la posibilidad de que un gaucho se entusiasmara con una ópera y menos que ingresara, motu proprio, al teatro Colón.
Años más tarde, otro lector argentino, un tal Jorge Luis, vino a terciar en esta disputa. Y haciendo gala de su acostumbrada economía de lenguaje, le responderá a Lugones que no supo entender que todo el poema se trataba de una broma.
Lapidario, Borges, mató dos pájaros de un tiro. Por un lado, luego de haber ensalzado la frescura de los diálogos en el Fausto ahora lo rebaja a la categoría de broma. Y por el otro, califica a Lugones de ingenuo lector.
No es novedad que la historia de la literatura ha sido para Borges una de sus prioridades. Sus muchas e irónicas declaraciones al respecto hablan por sí solas. En algún lado leí esta anécdota ocurrida en la Facultad de Filosofía y Letras: Enrique Pezzoni le pregunta qué opina del libro titulado Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca. Borges responde: “Caramba, parece un plan para reescribir la historia de la literatura argentina”.
Y, claro, no es poco lo que se juega en la construcción de una historia, aunque más no sea de una historia de la literatura. Y Borges supo tener muy presente la influencia de la ficción literaria en la configuración de las identidades nacionales. Por eso no le perdonó a Lugones el haber instituido el Martín Fierro como el libro canónico de los argentinos. Según Borges, es la historia de un matrero, un desertor, un asesino. Y así fuera la de un gaucho tampoco serviría ya que éste representa a un sector reducido de la población. De hecho, en El Matrero, escribirá: “pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro”.
POR LA VUELTA
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Ya de regreso por una Lope de Vega en penumbras, y para estirar la noche un poco más, me quedo mascando el chicle de Borges: nuestra historia sería otra…
Al encender la luz de mi casa inevitablemente dirijo la mirada hacia la biblioteca. Allí lucen imponentes los anchos lomos del Facundo y el Martín Fierro. Busco, no sin dificultad, el ejemplar del Fausto de Estanislao. Lo tomo en mis manos, lo sopeso, juego un poco con él, trato de imaginar cómo sería… Pero no, imposible. Y sin embargo no puedo evitar preguntarme si aquella exigencia de verismo por parte de Hernández y Lugones, no estaba ya cumplida en este libro pequeño, de lomo delgado, escrito en cuatro o cinco días; en este campito ficcional garabateado como por arte de la improvisación; en esta broma literaria, digo, considerando el decurso histórico de un país rehén de una ficción europea, de un país que, ciertamente, mueve a risa.
En fin, peregrinas especulaciones que, en todo caso, me permiten apoyar la cabeza en la almohada con la única certeza de que este carnaval sería otro.
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publicada en el número 3 de Revista Lamás Médula (versión digital).
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